jueves, 15 de mayo de 2008

>> Carta en el estrépito

Caracas, 14 de abril de 2007

(todavía en la emoción de sus construcciones sobre basamentos de niebla)

Las palabras, al ser tocadas por su pulso, Ana Enriqueta, adquieren condición de arraigo en el silencio, se vuelven tenor de risco pedregoso cuyo único roce es con el viento helado de la altura o el abrazo húmedo de la nube. En su pronunciar, Ana Enriqueta, lleva usted las palabras a condición de ojo abierto ante el abismo: negrura espesa del tiempo y raíz constante de la sangre que nos hace entramado de río interminable.
El lenguaje, en su voz, deviene centro de hoguera, mina de luz, agua misma o arena ardiente de desierto y cactus, piedra blanda de hervor y sol, o espuma salobre, fulgor de sodio. Y territorio también en que se mueve toda raíz.
Aunque de sonoridad retumbante y presencia recia –como aguacero o crecida de río o incendio o borrasca o maremoto–, humilde se recoge su palabra, sin embargo, para dejarnos a solas, helados y encendidos, con el mundo revelado entre las manos: canto de la tierra que es un pájaro o una flor abierta o un viento entre ramas; canto callado que es el pulsar del tiempo y de los seres.
Se asoma uno, Ana Enriqueta, a la ventisca de su pecho, y a su nieve también y a su fragor de volcán vivo. Carmesí tersura roza fulgurante nuestro inclinarnos a su voz, y en desbordarse aflora entonces el llanto, las lágrimas, que son como hijos entre su decir y nuestro escuchar. Y no hay tristeza, sin embargo: es dolor sagrado, tenor trágico, festiva liturgia de abundancia terrestre, la elevación de su riguroso hablar en poesía, Ana Enriqueta.
El mundo es hijo de su voz y el padre es el idioma.¡Cuán desnuda está usted, Ana Enriqueta, cuando suena! ¡Cuán sin atavíos aunque adornada y reluciente! ¡Cómo es temblor de amor cada vertiente dicha! ¡Y cómo es para nosotros abrigo de lumbre su cantar!
¿Cómo, para ver, sostiene su mirada en el hielo? ¿Cómo, para mirar, se abre sin ambages en el ardor tropical húmedo del silencio? Mano de espinas nos ofrece –y florecida– para nuestro andar urdido en desamparo de amor.
Porque el gozo, Ana Enriqueta, es mirar y abalanzarse cántaro entre lo vivo. Y esculpir la mirada es deber ineludible antes de pronunciarse con voz y palabra propias. Labrado el ojo brota tallada la voz. ¡Y he allí la poesía!
Ana Enriqueta, orfebre del mirar, rama para el poema, hurgadora en la poblada tempestad del pecho, ardua tejedora de abismo y luz, poetisa de paciente grito.
Ana Enriqueta, con palabras aún temblorosas después del desprendimiento, en alta emoción y asombro puro, la saludo y la abrazo, recién brotado de su poesía.
Eduardo Viloria Daboín

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